PIETÀ 

  "De pronto mi vida se ha detenido, recorrida por el mismo hálito maléfico que invade el palacio de la bella durmiente. Me he quedado permanentemente encerrado en una habitación de hospital, las fotos de dos niños que sonríen recortados contra el follaje son las únicas ventanas abiertas a la vida; el resto del universo se disgrega, atrapado entre esas paredes, deshaciéndose con el ritmo preciso y terrible de un metrónomo." 


  Cuando uno asume que le gustan los señores mayores, y no es imbécil, asume también que, con suerte, va a enviudar varias veces a lo largo de su vida. Esa idea, imagino, es la que subyace tras mi fascinación por las Pietàs. Había algo que me seducía en esa imagen de alguien deshaciéndose de dolor, impotente para expresar la inmensidad de la pérdida ante el cuerpo inerte del ser amado. El potencial casi obsceno del tema para dar rienda suelta a cualquier exceso expresivo era demasiado tentador como para que el joven imprudente que nunca fui no se abandonara por completo a él. Hubo un tiempo en el que pinté, antes de admitir ante mí mismo que nunca sería Picasso y que, por listo que fuera, una buena idea no serviría de nada si no iba acompañada de cierta destreza y de un sentido del color que nunca he poseído. El último cuadro que abordé y abandoné fue una pietà contra la que peleaba y que nunca parecía lo suficientemente próxima a la fantasía dolorosa que habitaba en mi cabeza. Nada, nunca, sería suficiente para conseguir que el espectador amara a ese hombre, un fantasma sin rostro en ese momento, como lo amaba yo y sintiera el dolor anticipado que yo sentía. El cuadro quedó a medias; más de dos metros cuadrados condenados a reposar detrás de un armario, olvidados, entre una mudanza y otra. Poco después, con 28 años, enviudé por primera vez. Lo único que escribí en dos años fue el párrafo que encabeza este texto. Nada que ver con mi fantasía de superación del dolor por el arte. Tras mi segunda viudedad, casi dos décadas después, he decidido terminar la pietà con el rostro de mi marido muerto como homenaje al adolescente que fui, pero sin catarsis ninguna. Una de las cosas que uno descubre cuando ve a alguien morir por primera vez es que ese cuerpo ya no es él y que, instantáneamente, cualquier vinculación emocional que uno sintiera ya no es con esa carcasa vacía. El dolor real es incapacitante y estéril, nada puede construirse a partir de él.
 Publicada por primera vez en el número 1 (septiembre 2018) de la revista Artnoir
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